jueves, 23 de junio de 2016

Doña Muerte


De tanto buscarla, una noche se sentó a los pies de mi cama. Encendió su pipa y la luz del fósforo se hizo una con la lámpara de sal encendida en un rincón. Cuando exhaló, un gran círculo de humo me envolvió llenándome de un aroma desconocido que aliviaba todos los dolores físicos de esa noche. Llevaba una falda acampanada sobre otras faldas de varios colores y grosores. “Pa'l frío”, dijo entre pitadas, “Y pa' que no se me peguen las penas, igual que las trenzas que ya nunca suelto.” Su piel era gris oscura y estaba surcada por tantas arrugas, que era difícil adivinar sus rasgos. Una sonrisa vivaz mostraba apenas un par de dientes y cuando hablaba sonaba dulce como la hierba que fumaba. “Tengo un rato pa'l descanso si quiere que charlemos.

Ya sabía yo que no venía a buscarme, suspiré con resignación y me puse la bata de invierno mientras preparaba dos tazas de té con canela, jengibre y cardomo.
Gracias, mi niña. No suelo ser bien recibida.” Río a carcajadas haciendo sonar los cascabeles de sus pulseras doradas.


“Hace muchos años, yo era una partera y con eso ayudaba a mantener a mi familia. Mi marido estaba en la guerra y recibíamos del gobierno un cheque cada mes. Luego él desapareció, los cheques no llegaron, las mujeres pobres como yo salían a trabajar y los nacimientos eran pocos. Un médico que atendía a las familias ricas de la ciudad me ofreció trabajar para él y atender a las jóvenes que no deseaban ser madres. Primero dije que no, luego mis hijos enfermaron gravemente y acepté por el dinero. Al principio era difícil, después me acostumbré y hasta me gustó librar a esas pobres almas de unas mujeres huecas y tilingas que sólo buscaban pasarla bien. La paga era muy buena. La gente rica paga mucho por deshacerse de herederos no deseados, sobre todo cuando las chiquillas se meten con algún granuja sin buen apellido. 

Construí mi casa, compré muebles nuevos y mis hijos fueron a la universidad; pero dejaron de visitarme tan pronto como supieron de dónde sacaba el dinero. Una noche de tormenta salí en mi coche nuevo a atender una primeriza que vivía en una casa quinta lejos de la ciudad. Apenas llegué, el padre de la joven puso un fajo de billetes en mi mano, ordenándome que hiciera lo que fuera necesario. Cuando entré a la habitación, la joven estaba sola, recostada en su cama de sábanas de seda. Detrás de su enorme panza, apenas si se veía su carita transpirada y asustada. Me tomó la mano desesperada y confesó: – El no es mi padre, es el nuevo marido de mi madre. Me ha dado todos los preparados posibles para que abortara;  trajo curanderos y enfermeras que metieron tijeras hasta hacerme sangrar. Yo creo que es un demonio, porque no ha muerto y me produce unos dolores horribles. No quiero ni verlo, por favor. Simplemente sáquelo, hay un buen amigo que me espera en la iglesia para librarme de los abusos de mi padrastro. – Suspiró y con ese mismo aire, en un solo pujo, salió un bebé enorme, rosado y llorando como un marrano.--  Ya está, hágalo rápido. – Gritó ella. – O mi padrastro me matará a mí también.Mientras miraba al niño de ojos verdes, imaginaba a ese mal hombre abusando de su hijastra. Juntaba bronca para enredar el cordón en su cuello. Por las dudas, con una almohada tapé su cara para que no pudiera respirar. Dejó de llorar y agitarse. Sentí su manita deslizarse debajo de la almohada y tomar muy fuerte uno de mis dedos. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Solté su manita y quité la almohada. Respiraba suavemente y me miraba con una sonrisa. Lo envolví con mi sobrefalda y sin decir nada salí nuevamente a la tormenta. Caminé durante horas hasta perderme en una arboleda. Me senté sobre la tierra mojada, apoyando mi espalda en un tronco viejo. Acuné al niño sin saber si estaba vivo o muerto.”

Ella comenzó a llorar, como si lloviera copiosamente.
Necesito dormir, mi niña.” Se acurrucó a los pies de mi cama, sobre el acolchado, sin pedir nada. Busqué unas mantas y la tapé. Fui a la cocina, hice más té y decidí hornear galletas de avena y jengibre; sería una noche larga.

Me senté apoyada sobre varias almohadas, entre las sábanas y el acolchado, con una taza de té en la mano y un plato con galletas en la mesita de luz. Casi amanecía cuando abrió los ojos nublados y me miró como quien vuelve de un largo viaje.
Gracias. Hace mucho mucho tiempo que nadie cuidaba de mí. Ya es tarde, comemos algo y salimos de recorrida. Hay varias personas por morir.”

Sacó una bolsa de tela que guardaba en su corpiño y espolvoreó algo sobre mi cabeza, luego me pidió que encendiera palo santo y me recomendó vestirme con ropas oscuras y trenzar mi pelo. “Y no se olvide, mi niña, un par de polleras ayudarán también para que no se le peguen las penas. Con este polvo, nadie podrá verla.


La primera parada fue en la sala de terapia intensiva de un hospital infantil. La niña entubada y conectada a una docena de aparatos la miró con dulzura. Le extendió los brazos, mientras mi vieja amiga la ayudaba a pararse posando un beso en su frente. La niña salió saltando y cantando alguna canción que le gustaba, se tomaron de la mano y salieron antes de que llegaran sus padres.


“Los niños son el trabajo más fácil y más divertido. Todo es un juego. Ellos entienden, ellos saben dónde van, ellos vuelan y disfrutan.  Conocen a todos los ángeles de por aquí y más allá. Son las familias quienes a veces, tiran de sus alas, sus brazos y sus pies y no les dan paz. Usted tranquila mi niña, espéreme en los bancos fuera del hospital, yo la dejo y vuelvo.”

La segunda muerte fue en una estación de tren. Un hombre vestido de traje y con el celular en su mano, yacía a la vera de las vías con su cabeza llena de moretones, sobre un gran charco de sangre. Ella apoyó su mano en el pecho del hombre, murmuró un cántico apenas audible y se alejó del cuerpo así como había llegado.
Su alma ya no está, su corazón estaba petrificado. Se lo han llevado los otros. Llegamos tarde.

Chasqueó los dedos y aparecimos en una casa de los suburbios. En una cama, una mujer de mediana edad dormitaba gracias a los analgésicos. Sus hijos y su esposo discutían con el médico pidiendo que hiciera caso omiso al papel firmado por su mujer que exigía no usar respiración artificial. Ella suspiró cansada, nos miró y estiró su mano como pidiendo ayuda. La anciana se sentó a su lado abrazándola contra su pecho, le peinó los cabellos y le habló con palabras amorosas. La mujer agonizante dejó rodar dos lágrimas perladas por su rostro y sonrió. Un aroma a jazmín inundó la habitación. Mientras salíamos con la mujer renovada y ataviada con un vestido de jazmines, sus hijos y su esposo gritaban y maldecían; el médico los hizo salir de la habitación y les pidió que llamaran a un sacerdote. Una pequeña niña se subió a la cama y recostándose a su lado le dijo en secreto: – Ya está Abu, ahora si estarás bien. Ya no tendrás que llorar cada vez que te cambian los pañales. Yo cuidaré que se cumplan tus deseos. No olvides seguir visitándome por las noches.


“Los adultos creen que la muerte es algo feo, indigno y un castigo para los seres vivos. Sería todo muy diferente si se respetara ese momento, si se permitiera a cada persona honrar su vida con una buena muerte. Yo sólo hago mi tarea, viniendo a buscar a quien la hora indica. Los acompaño y de algún modo bendigo ese momento para que sus almas dejen sus cuerpos en paz.”

No dijo mucho más porque sorpresivamente paramos en un basural. Ella hurgando entre las bolsas, encontró un cuerpecito desnudo que aún no cambiaba sus colores.
No me han avisado, pero estamos a tiempo.”
Se quitó una de sus faldas y envolvió al pequeño. Besó su frente. Puso su mano sobre su pecho diminuto. Le cantó una nana y con la criatura en sus brazos se disolvió en la niebla.
No me esperes, esta vez tardaré; vuelve a tu cama.

Sentí que caía por un abismo, mi corazón aceleró su latido y me desperté en mi cama, aún bajo las sábanas, con mi abrigo puesto y las dos tazas vacías sobre la mesa de luz. Dormí dos días seguidos, despertando apenas para usar el baño o tomar un vaso de agua. Ni siquiera podía con el peso de mi cuerpo.




Tres noches después, la presencia de la anciana me despertó súbitamente a la madrugada. Como la vez anterior, fumaba su pipa y me miraba con ojos vidriosos.


“No me queda mucho, ya estoy cansada, otra vendrá a hacer mi trabajo. Quiero terminar de contarte mi historia, para que la cuentes, para que la compartas. Porque no hay ningún esqueleto con capucha negra y guadaña, no hay un espectro que intimida y recoge cuerpos sin piedad. Escribe esta historia, escribe ese libro pendiente sobre los suicidios y luego llegará tu momento. Tengo un regalo para dejarte. Prepara té y algunas galletas, antes del amanecer estaré de vuelta.”

Preparé galletas de naranja y amaranto y una jarra de té de cedrón, menta y limón. Encendí palo santo. Apenas acomodé la bandeja y las tazas, la anciana estaba de vuelta. Se sacudió las faldas, hizo una reverencia y se sentó a los pies de mi cama.


“Aquella noche en la arboleda, con ese bebé envuelto en mi regazo, me sentía una asesina. Por primera vez, después de tantos abortos sentía el peso de todas esas almas tironeando mi corazón en jirones. Aquel bebé había sido diferente, estaba en término, me había mirado con dulzura y desparpajo cuando había intentado matarlo. No me animé a mirar su carita nuevamente. Simplemente le canté una nana y lo acuné suavemente. La tormenta cesó. La helada comenzó a escarchar la maleza, las hojas de los árboles, mi pelo mojado y las lágrimas que no cesaban de caer por mi mejilla sobre el bulto inerte. Respiré hondo, pedí perdón por los niños que nunca nacieron, por las madres que nunca los miraron, por los hombres que pagaron por sus muertes y por las abuelas que no les cantaron sus nanas.

Entre la bruma vi acercarse una mujer encorvada apoyada sobre un bastón, fumaba una pipa, tenía varias pañoletas sobre sus hombros y una larga trenza de pelo canoso que arrastraba tras de sí. Destapó al bebé, lo besó en la frente y lo arropó con una de las pañoletas tejidas que quitó de sus hombros. Le cantó una nana. Con la otra mano hizo una señal de la cruz sobre mi frente, puso una bolsa de tela gastada sobre mi sobrefalda manchada de sangre. Murmuró una bendición y se despidió diciendo: – Ya he terminado mi tarea. Te cedo el legado y el honor. Descansa en paz.

Abrí la bolsa, había un trozo de palo santo encendido que dejé sobre mi cuerpo inerte. Tomé la pipa con hierbas dulces que ya humeaban a pesar de la helada. Vi la fogata desde lejos. Oí la sonrisa de la anciana en la distancia y al bebé riendo con sus juegos.He vagado desde entonces, día y noche, buscando y acompañando con un corazón piadoso y una mano amorosa que siempre bendice Dios.

Estoy exhausta, si me dejas, dormiré aquí un rato, se siente bonito y tus galletas me apapachan las penas.”

Me despertó el sol en la ventana, ignorando las cortinas y descubriendo partículas en el aire. Junto a las tazas vacías, una bolsa de tela. Desaté ansiosa el cordón: una pipa hecha de palo santo, una pequeña bolsa con flores y hierbas y una nota garabateada con letra antigua:

“Pa' que se vaya acostumbrando mi niña. Dios me la bendiga.”

Soledad Lorena ©
22 de Junio
Invierno 2016 
Derechos autorales: Susana Lorenzo


Nota de la autora: cuando vi a Doña muerte, la vi con las trenzas de la tristeza que menciona Paola Klug  (La Pinche Canela) en sus cuentos.  Me he tomado el atrevimiento de mencionar esas trenzas, porque así ella vino a mí.  Paola Klug / Autora de Trenzaré mi tristeza

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