jueves, 21 de enero de 2021

Claveles en el aire

 Esta historia forma parte de Historias Prestadas.


Claveles en el aire

Prolijamente y puntualmente se ha presentado su alma dando señales cada miércoles de Taller Literario.

Ya sabes, abuela, que tú me puedes.

Acabo de terminar un borrador con muchas notas.

Ya tengo tu historia. Prometo pasar en limpio y compartir en cuanto mi cuerpo descanse un poco.

Por ahora, ya sabes, me he emocionado con el final y te he visto sonreír con la libertad que te he regalado.

Susie

San Juan, 21 de enero de 2021




Hay personas que crecen con la pena y el desamor como única realidad y eligen hacer del odio su única verdad.

Hay personas que para lidiar con sus heridas necesitan sembrar esquirlas a diestra y siniestra para sentirse acompañados en la desgracia.

Hay quienes se quedan hundidos en el lodo y arrastran  a quien quiera salvarlos, por miedo a la belleza del loto que busca florecer desde el amor.

Y están las personas, como ella, mi abuela de colores, sonrisa amorosa y mano sanadora, que transmutan la pena y el desamor para regalar alegrías que nunca recibieron.

Hay mujeres, como ella, que fecundan el lodo con sus lágrimas e inventan jardines allí donde solo hay grises.

Son esas mujeres medicina que bordan sobre sus heridas flores que nunca conocieron y andan por la vida sanando y besando corazones rotos para remediar el daño que nadie supo ver en sus ojos.


Elegir

 

-- Tenés que dejar que te toque, es necesario eso, porque un hombre puede parecer bueno y simpático al hablar, pero después, no te gusta cómo te toca.

Yo tenía 14 años, estaba de novia y enamorada por primera vez en la vida y mis padres se horrorizaban porque mi novio me besaba o abrazaba sin haber pedido mi mano ni tener planes de casarse.

Yo, era demasiado ingenua e inocente y no entendía muy bien a qué se refería mi abuela o por qué me decía aquello, después de una discusión que tuve con mis padres.

A ella se le ponían los ojos grandes y la sonrisa de colores ante la sola posibilidad de verme elegir, de ver mi corazón enamorado y de disfrutar con esa pequeña felicidad que duraría tan poco.

Después de perder la libertad de amar a quién yo amaba y de vivir ese amor con la inocencia y la edad de quien aún tiene mucho por vivir, me zambullí en la tristeza y me creí prisionera de mandatos familiares.



A través de mis experiencias, ella se asomaba a un mundo que no había conocido, ni siquiera el de las libertades a medias.

Ella no había podido elegir si estudiar o no, apenas si había hecho un par de grados en una de esas escuelas no urbanas, donde en un mismo aula reunían a varios alumnos de diferentes edades.

Ella hubiera querido leer, estudiar, descubrir otros mundos y aprender algo más que lavar, cocinar y planchar. Pero venía de una familia humilde que cazaba ranas en la acequia para preparar la comida y sus padres consideraron que lo mejor sería asegurar su futuro casándola con un hombre que cumpliría con darle techo y comida.

Ella tenía 15 años y jamás había elegido qué vestido usar, no sabía nada del amor, ni de amigas, ni de fiestas.  Por eso, que su madre la llevara a los bailes del Salón Social de la Colonia, no parecía tan mala idea; después de todo, la música le gustaba y a lo mejor, esos planes de buscar marido resultaban románticos.

El arreglo fue entre él, 10 años mayor, y sus padres.  Ella, apenas si cruzó dos palabras cuando bailaron un par de piezas.  Era aún una niña inocente y divertida que encontraba gracioso el hecho de que él llevara unos dientes de ajo en el bolsillo de la camisa para disimular el olor de sus alpargatas.

Nunca supe si en realidad él estaba enamorado, vio en ella una joven bonita y guapa, acostumbrada a las tareas de una vivienda rural y supo que sería perfecta para cuidar de él y de sus padres.

Él cumplió con las obligaciones de un marido de esa época: darle techo y comida y perpetuar su apellido.

Ella tuvo que aprender de repente a cumplir con obligaciones de esposa para las que nadie la había preparado.

No hubo seducción, ni amor, ni romanticismo, ni sensualidad, ni caricias; no hubo besos dulces, ni palabras tiernas, apenas un acto básico y animal repetido mecánicamente, pero que por suerte, nunca tardaba demasiado.

Cada embarazo era la muestra de esos momentos en los que ella se sentía sucia, invadida y mancillada.  Se escondía entre trapos y quehaceres y su única esperanza era ver nacer a cada niño que le permitiría amar como ella sabía amar.

Ella no eligió su vestido de novia, tampoco pudo elegir casarse en una iglesia.

Ella no eligió cuándo quedarse embarazada o cuántos hijos tener.  Tampoco eligió dónde vivir o qué hacer más allá de cumplir con sus obligaciones.

Cuando ya no quedaron hijos en la casa y la edad le quitó a él la salud para trabajar la tierra, pero no el ímpetu para reclamar sus derechos conyugales, ella encontró en el crochet, el camino para llevar un plato de comida a la mesa y crear esa belleza que no había sentido jamás en su corazón y que nadie le había regalado.  Cultivar flores de todas las formas y colores y ser dueña de un jardín frondoso, le permitían por primera vez, hacer de su vida un remanso y un espacio para el placer que nunca había vivido.

Él llenaba la casa con sus quejas, el olor de sus alpargatas y el olor del bacalao que le gustaba guardar en un aparador, los partidos de futbol multiplicados en la televisión y en la radio con relatos que se  superponían y contradecían.

¿Quién era ella? Él nunca lo supo, nunca la miró a los ojos para compadecerse de su tristeza o de su asco infinito o de su falta de ganas para dejarse hacer lo único que él sabía hacer con una mujer.

Él ni siquiera conocía sus pechos tersos y sedosos, flácidos por los años y la maternidad.  Allí, entre su piel inmaculadamente blanca y un corpiño que protegía día y noche el único rincón que él no necesitaba penetrar, ella guardaba sus ahorros y la estampita de la Virgen a la que rezaba a escondidas.

Yo le había preguntado, curiosa, cuando teníamos charlas cómplices en mi adolescencia, por qué guardaba sus tesoros en su corpiño (tan ingenua yo, creía que había que desnudarse para ‘hacer el amor’) y ella me respondió:

-- Es que tu abuelo allí nunca me toca, ni siquiera me desnuda.

Supongo que esa era la única intimidad y libertad que le había concedido dentro de su primitiva y tosca forma de relacionarse.

¿Quién era ella? Acaso ni ella había tenido tiempo de descubrirlo.  Había sido una hija obediente, una buena esposa y una madre dedicada y amorosa.  Para la sociedad y la familia, eso era suficiente. ¿Acaso hacía falta algo más para tener una buena vida y ‘ser feliz’?

Ella no sabía quién era, pero encontraba su felicidad en la visita de los hijos y los nietos, en los ramos de flores que regalaba, en los tejidos preciosamente perfectos que bendecían otras vidas; en esa belleza que ella era capaz de crear y multiplicar.

Nunca había tenido tanta libertad como esos años de la casa en la ciudad: podía ir de compras, elegir los hilos y lanas, podía comprar los ingredientes para hacer bollitos de anís para sus nietos o comprar a escondidas el perfume que tanto le gustaba, el polvo compacto para su rostro o el matizador para su pelo.

Pero un día, ese hombre fuerte y tozudo que jamás se enfermaba, se murió así de repente, camino a despachar una carta, una tarde de viento Zonda.

Por un instante creyó que encontraría refugio en su jardín y que disfrutaría dormir casi desnuda en las noches de calor, sin miedo a ser poseída como una hembra sin corazón.

Sin embargo, sus hijos y sus nueras (desde un amor sobreprotector) decidieron rápidamente; porque una mujer a cierta edad (o a cualquier edad) no puede ni debe estar sola.  Entonces, vendieron las pocas pertenencias, dejaron el jardín a merced de otros ocupantes que jamás valorarían su belleza y la condenaron a una vida nómade regida por las decisiones de sus hijos y los turnos y exigencias de sus nueras.

Ella, simplemente bajó la mirada, sumisa y silenciosamente, como había hecho toda su vida, se acostumbró a acomodar sus cosas en un bolso y ocupar un rincón prestado en la casa de turno.

Nadie la miró a los ojos, nadie le preguntó qué quería, nadie la creyó fuerte ni capaz, nadie la dejó elegir.

Ya no tenía que preocuparse por tejer para tener un plato de comida cada día o pagar las boletas de luz y gas. Siempre tendría techo y comida.

Tampoco podía elegir el menú del día o agasajar a sus nietos en su cocina y a su manera.

Con aquel marido que la había dejado viuda, había perdido su jardín, su cocina, sus momentos, sus pequeñas libertades y las ganas de vivir.

Siempre había un hijo feliz de tenerla en su casa y ella creyó que con eso alcanzaría.

Siempre había una nuera diligente, dispuesta a organizarle el día, elegirle los hilos y hasta indicarle en qué punto debería tejer.



Fue después de mi divorcio y con 3 hijos para criar sola, que comenzaron nuestras charlas profundas, las confesiones, las verdades nunca dichas, los gritos ahogados y ese mar de lágrimas perladas que inundaban sus ojos cuando se sentía a gusto y a salvo en el hueco de mi abrazo.

Le encantaba venir a casa:

-          Dejame que te ayude, por favor. – Y se ponía a planchar. – Me gusta sentirme útil.

En mi casa podía hacer lo que quisiera o no hacer nada, pero pocas veces nos daban permiso, todos creían que ella necesitaba un adulto normal y cuerdo que la cuidara y protegiera.  No sabían de lo mucho que disfrutaba cuidar de sus bisnietos a su manera, sin indicaciones ni restricciones.

Una de esas noches en que ella me mandaba a llamar porque no se sentía bien, charlamos entre masajes, susurros y curaciones.  Hablamos de esas cosas que sus hijos no estaban dispuestos a escuchar y sus nueras no eran capaces de intuir.

-- Quiero irme, ya no quiero más esta vida, estoy cansada.  No me dejan ir, ni vivir.  Me tienen de aquí para allá, como un adorno que se acomoda en cualquier rincón.

Le puse aceite en sus muñecas, en su frente y en su nuca.  La escuché y la arrullé hasta que se calmó y ya no quedaron lágrimas por derramar.

Entonces, la miré a los ojos, sujetando sus manos con las mías.

-- Abuela, ¿Qué quiere hacer?

-- Quiero irme, Susy, quiero irme.

-- Si, ya sé, yo tampoco aguanto vivir aquí y usted sabe cuántas veces he querido irme.  Pero, si yo le doy la posibilidad de elegir, ¿qué quiere hacer? ¿Dónde quiere que vayamos?

-- Es que todos se van a poner tristes si no les hago caso.

-- No importa, abuela, ellos eligen qué hacer con su vida.

--¿Te acordás de los jardines de hortensias en Apóstoles?

-- Si, claro que me acuerdo.

La dejé durmiendo ya más tranquila y volví a casa con mis niños.

En menos de una semana yo había vendido todo y reunido suficiente dinero.  Empaqué lo más que pude en el baúl del auto y les dije a mis hijos que emprenderíamos una aventura con su ‘nonita’, como ellos le decían.

Pasé a buscarla por casa de mis padres.  Ella me esperaba con su alma de niña, su corazón alegre y los ojos llenos de brillo.

Atrás quedó un vendaval de quejas, sermones y sentencias.

En el auto éramos cinco niños, bailando, cantando, riendo y escapando de mandatos y frustraciones familiares.

Alquilamos una casa cerca de La Cachuera, tenía un pequeño jardín descuidado, con unos manchones de verde sobre una superficie de tierra colorada surcada por la lluvia; pero un cantero lleno de claveles nos convenció de que ese era nuestro lugar.

A una semana de haber llegado, mis hijos ya tenían amigos que los invitaban a jugar; una mujer de ascendencia ucraniana con un jardín de hortensias gigantes, había invitado a mi abuela a llevar sus bollitos de anís y decorar con sus carpetas de crochet, manteles y servilletas  la casa de té que abría por las tardes. Y yo, me dediqué a escribir historias prestadas, de esas que regalan vuelos  a quien no tiene alas y dibujan palabras para quien olvidó su voz.



Con ella aprendí que hay muchas circunstancias en la vida que no podemos elegir y otras veces dejamos que elijan por nosotros por miedo a ejercer nuestra libertad.

Sin embargo, siempre podemos elegir amar, dar y hacer felices a otras personas.

Podemos elegir crear y regalar belleza, para quitar un poco de grises y amarguras.

Podemos elegir ser la mejor versión de nosotros mismos y dar todo aquello que nunca pudimos recibir.

Soledad Lorena©

Tejedora de Palabras

Susannah Lorenzo©

Tejedora de Puentes

 20/21 de enero de 2021

(He llorado al terminar y leer la historia.  Esa charla, esa noche existió, así como todas sus confesiones.  Yo no tuve el valor de desafiar a la familia y los dejé hacer.  En vez de regalarle un poco de alegría, vendí todo, armé mis valijas e intenté irme del país, como eso no fue posible, me fui a otra ciudad para escapar de todo aquello que no sabía cómo frenar.  Y la dejé, con esa realidad que a ambas nos agobiaba, y no pudimos despedirnos; y el día de su muerte, su tristeza me alcanzó en la distancia, en una noche de lluvia y mi cuerpo y mi corazón supieron que se había ido, antes de que llegaran las noticias.)

(En mi infancia, vivimos en diferentes provincias y ciudades, y a casi todas, mis abuelos fueron de paseo; y cuando no, las cartas con mi abuela, nos mantenían siempre cerca, siempre acompañadas en nuestras soledades.  El pueblo de Apóstoles está en la provincia de Misiones, donde viví cuando estaba en primero y segundo grado.)

Puedes conocer más sobre Escritura Terapéutica en mi página web.

Tratado sobre el Amor, incluido en el libro Amor de Madre, fue escrito con la inspiración de ese amor inmenso que solo mi abuela Ascención era capaz de brindar. Puedes escucharlo en mi canal de YouTube.


Notas:

Ella es mi abuela mágica, mi abuela Ascensión.  Estoy segura que ella está sonriendo con esa sonrisa que a todos contagiaba.

El día que murió en la ciudad de San Juan, mis hijos y yo estábamos muy lejos, buscando nuevos rumbos en San Rafael, Mendoza, después de un intento fallido de salir del país.

Ese día pusimos música y bailamos, buscamos flores y tejimos a crochet.  Ella me había pedido que hiciéramos algo que nos gustara y a ella le gustara también.

Siempre me decía, "cuando ya no esté, voy a estar mirando desde el cielo para verte feliz".  "Quiero verte feliz."

-----------
A veces uno cree que lo que hace es muy poco o lo que siembra no volverá a florecer en la próxima primavera.

Aunque la Madre Teresa nos recuerde que el océano no sería el mismo sin la gota que somos, tendemos a sentirnos diminutos y finitos a la luz de nuestras sombras y penas.

Mi abuela Ascensión, la Nonita de mis hijos, no sembraba para cosechar, no buscaba herederos de su arte. Sembraba lo que no había recibido con la esperanza de que los corazones tristes encontraran la felicidad. Tejía porque era su manera de hacer más linda la vida y en su tejido su corazón dolía menos.

Ella nunca hubiera imaginado que sus semillas llegarían tan lejos ni que su amor inspiraría tanto. Ella se creía pequeña y casi invisible.

Esté donde esté sé que su sonrisa cristalina ilumina el cielo cuando su bisnieta teje palomas del espíritu Santo o palabras que rescatan nuestra herencia. También sé que se alegra cuando algunas de sus tataranietas dan sus primeros pasos con el crochet.




Siempre dije que si volara en algo, sería en un lampazo con piolines de colores; sin embargo cuando vi esta imagen pensé en mi abuela, que amaba los claveles. 

A ella le gustaría verme por fin libre haciendo lo que hago.

Cuando me ocupaba de ella, con masajes, oraciones o simplemente con mi corazón, ella decía sentirse mejor que con ningún médico.

A mi abuela no le gustaban los días nublados.  Se ponía triste porque decía que los seres queridos en el cielo estaban tristes.

Yo prefiero creer que nos recuerdan que todavía están con nosotros y que nos echan un poco de agua para lavarnos las penas.

Aquí estoy, mi querida Abuela, aprendiendo a ser feliz y aprendiendo a Amar y sonreír a pesar de todo.

Susie

Susana

Susannah Lorenzo©

Soledad Lorena©

Enero 2021