sábado, 8 de septiembre de 2018

Niño Mandala


Cuando su tía Jimena le regaló el libro para colorear Mandalas, sintió que por fin sus ojos descubrían cosas aquí afuera parecidas a su mundo interior.

Lo llevaba en su mochila a todos lados y esas figuras completaban sus espacios vacíos.

Cuando los Mandalas en blanco se terminaron, Tomás comenzó a dibujar sus propios diseños.

A Sarita, su compañera de banco, le pintó un mandala de frutillas, su fruta preferida.

Un mandala de flores fue el dibujo perfecto para Catalina, que llevaba flores en todos sus vestidos, en las cintas para el pelo y cubriendo todos sus cuadernos.

Cuando no tenía papel a mano, armaba mandalas con hojas, ramas o tapitas de gaseosa.

En la hora de gimnasia, cuando todos tenían que jugar al futbol y a él lo mandaban al banco, dibujaba mandalas en la tierra y los decoraba con piedras.

Apenas terminaba el partido, sus compañeros pateaban su diseño y se burlaban sin que ningún maestro les llamara la atención.

La Seño Juana no tardó en enviar una nota a la casa:

“Señora mamá:Tomás tiene comportamientos extraños, tanto en la clase como en el recreo.Todos sus compañeros y los maestros de áreas especiales han notado que es un niño raro, y por supuesto, no lo integran en las actividades.Considero que debería comenzar un tratamiento psicológico.”

Marisa, la mamá de Tomás, suspiró y lo miró mientras dibujaba otro de sus mandalas.

Ella sabía que no le gustaba el futbol, los video juegos o ver lucha en la televisión.  Era un poco tímido y siempre se volvía casi invisible cuando había mucha gente en la casa.

Pero estaba convencida que no era un niño raro con necesidad de un tratamiento.

Hablarlo con el papá de Tomás no era una buena opción, porque él también pretendía que fuera a la escuela de futbol y algún día se convirtiera en el jugador que él no había podido ser.

Como no supo qué hacer, no hizo nada y dejó que el tiempo acomodara las cosas.



Tomás pensó que sería una buena idea preparar su mejor mandala para la Seño Juana.  Quizá así, se daría cuenta de lo que él veía.

Cuando la maestra abrió el sobre de papel madera, se encontró con una rueda de colores brillantes, pequeños fragmentos de papel glasé que reflejaban la luz.  

Mirarlo era como ver a través de un caleidoscopio.  Su infancia se le agolpó en el pecho y un mar salado desbordó sus ojos.  Rompió el mandala con furia y salió del aula sin hablar con Tomás.

Él se volvió aún más pequeño, se sentó en su banco y miró las paredes manchadas, grises y frías.

Buscó en el armario las tizas de colores y comenzó a dibujar un gran mandala en la pared, desde la altura que le daba uno de los bancos.



❊❊❊

Cuando el director de la escuela entró al aula para sancionar a Tomás por haber hecho llorar a la maestra, se encontró con un mandala perfecto.  Sus colores iluminaban el aula.  La multiplicación de pétalos y triángulos era una secuencia matemática en múltiplos de tres.

Se acercó para observar los detalles y pudo distinguir pequeñas palabras enredadas en firuletes bordeando las formas geométricas.

Una de las palabras se le anudó en la garganta y sus recuerdos de la infancia primaria lo llenaron de tristeza.

Salió corriendo a buscar a Tomás.  Estaba en un rincón del patio con su block de dibujo en las manos y la mirada perdida.  Lo abrazó tan fuerte que aquel niño triste que dormía en su interior, salió a encontrarse con los ojos de Tomás.
--Vamos—dijo el director, ofreciendo su mano. – Ya no hay nada que hacer aquí.





Dicen que el director nunca más volvió y fundó una escuela en las afueras de la ciudad, para chicos mandala.

Dicen que ninguna celadora pudo lavar el Mandala que Tomás dejó dibujado en la pared.

Dicen que cada vez que alguien se para frente a esa pared y mira atentamente el Mandala, algo se acomoda dentro de su corazón.

Soledad Lorena©
Susana Lorenzo
08 de septiembre de 2018