martes, 22 de mayo de 2018

Carta para una mujer rota


Nos podemos pasar la vida esperando que nos regalen flores o salir a comprarlas.

Podemos esperar a que nos escriban esa carta que nunca llega, o podemos escribir las palabras que de un modo u otro, el hombre que en verdad nos ama, sabrá pronunciar.
Derechos Reservados


100 veces sí debo; 100 veces sí puedo

Disculpas: he usado un par de palabras poco poéticas y subidas de tono, pero no fueron usadas por mí en la vida real.  Los eufemismos no siempre alcanzan para mostrar el daño que pueda hacer una palabra en nuestras vidas.

La vida lo había puesto nuevamente en mi camino, buscando remedio para los males de su cuerpo.  Poco sabía él de terapias holísticas, pero venía convencido por modas y tendencias.

Sentí que la vocación era más fuerte que cualquier amor sin signos vitales.  Me escudé en su indiferencia y su poca memoria sobre una historia que había sido más mía que nuestra.

Sin embargo, cada vez que le enseñaba a respirar y apoyaba mi mano en el centro de su pecho, una rara calma lo invadía; y luego volvía buscando esa sensación que no encontraba en la vida cotidiana.

Dejé de atenderlo cuando noté que mi pulso cabalgaba sin mis riendas y que ya no podía guiarlo dejando la mujer en el desván.

Luego, llegó su hija buscando el tarot y las lecturas para que la acompañara en un despertar que la alejaba de los suyos.

Lo inevitable parecía casi evidente y terminé aceptando un encuentro en una cafetería de la peatonal.

La conversación flotó en frivolidades y derrapó en ironías de nuestra adolescencia.  Su hermano menor pasó por allí y se sentó un momento con nosotros.  Se sorprendió porque nada sabía de mi regreso a la provincia.  Propuso juntarnos para charlar e intercambiamos números de teléfono.  Apenas él siguió su camino, las ironías volvieron a la mesa, café de por medio.
--¿Todavía te gusta?
--Dejó de gustarme cuando me enamoré de vos—le respondí.
--Aquello no fue amor.—Dijo con una carcajada.

Mis ojos se llenaron de lágrimas y sentí el pecho hundido por el golpe de sus palabras.
--Vos no estabas enamorado.  Yo sí te amé.  Te amé durante mucho tiempo.

Dejé unos billetes sobre la mesa y tomé mi cartera.  Ofreció llevarme a casa.  Me negué.

Apuré el paso mientras él le pagaba al mozo.  Me alcanzó de todos modos y me retuvo por el brazo.
Me miró a los ojos con una seriedad que no había visto antes y con firmeza me preguntó:
--¿Por qué te casaste con otro si me amabas tanto?

Sentí un río de sal inundar mis ojos.  Me acerqué y le susurré al oído: “No me amabas.  El me violó y ensució mi vida para siempre.  Mi madre y la tuya se encargaron durante muchos años de convencer a todos, incluyéndote, que yo era la ‘putita’ del barrio.”

Di media vuelta y corrí a buscar un taxi.

¿Se puede disimular una herida durante más de treinta años?¿Se puede vivir tanto tiempo creyendo que una se ha vuelto inmune a los efectos del primer amor?

Dicen que cuando el pasado llama, no trae nada nuevo.  Así es que dejé de responder sus mensajes y llamadas.

A veces, su hija quería hacerme saber sobre el mal humor de su padre o sobre lo bien que le harían una sesiones de terapia.

No creía yo, que mi silencio pudiera hacer algún daño al corazón petrificado de ese hombre que se burlaba del amor que aún pulsaba cuando alguien tan sólo mencionaba su nombre.

“El otro día te defendió delante de la abuela.” Dijo ella esperando mi respuesta.
La miré incrédula. ¿Qué podía entender ella de aquella vieja historia?

“Le dijo que estaba cansado de seguirle la corriente; que no quería escucharla nunca más faltarte el respeto, porque mientras habían sido novios, vos habías sido la novia más ingenua y sensible que él había tenido y que nunca habían tenido siquiera un roce por debajo de la ropa.”

Tragué saliva y tomé coraje para preguntarle: “¿Estabas ahí?”
“Si, era un almuerzo de domingo, estaban los tíos, sus mujeres y mis primos.”

Esa tarde no pudimos terminar la sesión de taller terapéutico.

Ella me rogó para que le contara sobre nuestra historia.  Yo insistí que era sólo mi historia y que no valía la pena que ella la conociera.

Me abrazó me dijo sonriendo:
--Deberías asistir a uno de tus talleres terapéuticos, a ver si te ayudás a lidiar con esas sombras.
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Era tiempo de despertar ese libro que había dormido más de diez años en la computadora.

Respiré hondo, crucé las manos sobre mi pecho y musité: “Si vuelve a llamar, él sabrá toda la verdad, tendrá que conocer la medida de mi amor y mi desamor, sin velos, sin anestesia.”

Esa noche llamó, se sorprendió cuando atendí. Sin darle tiempo a explicar nada, le pedí su dirección de correo electrónico.

Le dije que sólo hablaríamos después de que él leyera cada página de ese libro que había escrito para sanar las heridas de su nombre.

Le envié una copia digital de ‘Amor Desnudo’, creyendo que así destruiría todos los puentes.

Dos días después llegó el primer mensaje.

“Ya entendí porque siento lo que siento cuando apoyás tu mano sobre mi pecho.”

No respondí.

Dos días más tarde llegó el siguiente mensaje.

“No puedo leer las partes en inglés, porque no las entiendo.  ¿Puedo llamarte para que me las leas?”

Accedí.

Cuando comencé a leer en inglés, me interrumpió para recordarme que necesitaba la traducción.
--Necesito leer en voz alta cada verso, cada párrafo, para recordar lo que sentía al momento de escribirlo.  Prometo que iré traduciendo.

Durante tres noches seguidas me llamó.  Mientras,  recorríamos las páginas del libro, cada cual en el archivo en su computadora.  Cuando le leí la última frase en inglés, me agradeció y con la voz quebrada me pidió perdón por no haber sabido antes.

--¿Volverías a  poner tu mano sobre mi pecho?
--Sí.  Lo hago cada vez que te recuerdo, aún cuando no estás cerca.

No supe de él durante semanas, hasta que el cartero dejó un sobre color gris perla, con mi nombre escrito en letra imprenta de forma prolija.

Sostuve el sobre contra mi pecho un largo rato, mientras las lágrimas corrían dulces como un manantial que calma la sed del caminante.

Preparé té de albahaca con limón, me arropé en el sillón con mi manta de soles amarillos y dejé que su carta me alcanzara.

Estaba escrita con lápiz sobre hojas de papel blanco, como aquellas cartas que él enviaba cuando estaba en el servicio militar.



“El pasado quedó en un lugar que ya no podemos alcanzar.
No hay forma alguna de borrar el daño que te hicieron o nos hicieron.
Tampoco viajaríamos en el tiempo para crear paradojas que nos privarían de nuestros hijos que tanto amamos.
No sé si te amaba.  Tampoco sé si te amo ahora.
Sólo siento que cuando tu mano se posa en mi pecho, yo puedo ser lo que nunca he sido, y hay algo desconocido que intenta despertarse bajo las ruinas de un corazón que creí que ya no latía.
Después de leer el libro, siento que no te conozco.  Creo que tampoco te conocía antes.  Pero a través de tu mirada descubro una parte de mí que a veces extraño.  Ese que amaste, hace tiempo que ya no me habita.
‘Para mi corazón bastan tus alas’, creo que dice algún poema.  Yo ya estoy muy viejo para levantar vuelo, tantos años adormecido me han vuelto pesado y mis laberintos de cemento aún requieren de muchas obras para comenzar a construir puentes.
Sin embargo, en ese instante en que cierro los ojos, respiro hondo y soy yo todo debajo de la palma de tu mano, desde el centro  de mi pecho, millones de conexiones me cuentan historias de los mundos que te habitan.
Cien veces quiero besarte hasta ser nuevamente el primero que descubra la dulzura de tus labios.
Cien veces quiero surcar tus cicatrices hasta que la miel de mis caricias las convierta en tatuajes con mi nombre.
Cien veces quiero erizar tu piel para inaugurar tus sensaciones, descubrirte inocente y moldearte con mis dedos como un alfarero que reinventa la arcilla.
Cien veces quiero atizar tu fuego con el roce de mis palabras hasta que las llamas borren todo recuerdo y seas tierra virgen bajo mi siembra.
Cien veces voy a dejar tus rosas cuajando con las gotas del rocío para mirarlas plenas sin tomar el jardín por arrebato.
Cien noches voy a extrañarte, sin conocer tus curvas en mis sábanas, para tejer tu llegada con pétalos de nomeolvides.
Cien días voy a pensarte, a imaginarme la magia que esconde tu cuenco y aprender a bendecir las aguas que rebalsen tus orillas.
Cien veces voy a buscarte para rodear tu cintura mientras la luna nos cuenta de eclipses y mareas.
Cien veces voy a callar para conocer tus silencios.
Cien veces voy a guiarte por el camino del placer hasta que no puedas más que decir: ‘si debo, si puedo, si quiero’.
Cien veces voy  a apoyar mi cabeza en tu pecho hasta que tu corazón me confiese los pasadizos secretos.
Cien cartas voy a escribirte hasta que las palabras no quepan en el papel y el amor nos amanezca en un abrazo.”



Soledad Lorena
Derechos Reservados
Mayo 22, 2018 

Curiosamente, mientras te soñaba despierta anoche, había olvidado que mayo  es el mes de tu cumpleaños.  Tendrás 59 ya.




Muchas veces nuestro subconsciente escribe encuentros o conversaciones en nuestros sueños mientras dormimos, como un modo de sanar heridas o resolver aquello que en la vida real no podemos.  Otras veces, suele sucederme, una película se proyecta en mis horas de insomnio (algo así como un day dreaming pero de noche), sin saber nunca qué curso tomará la historia o cómo terminará cada conversación.  De esas imágenes que son pura ficción, nacen historias como éstas.

Podría quizá formar parte de la Colección de Cuentos Terapéuticos, pero por alguna extraña razón, no me atrevo a incluirla aún; respetando quizá que aquello que yo veo en la distancia, puede ser apenas un juego de deseos reprimidos y palabras amordazadas.

Que no sea esta historia una sentencia, tampoco un decreto, sino uno de los tantos epílogos que pudo tener el libro ‘Amor Desnudo’.