La vendedora de fósforos
C l a r i s s a P i n k o l a E s t é s
M u j e r e s q u e c o r r e n c o n l o s l o b o s
Había una niña que no tenía madre ni padre y que vivía en la espesura del bosque. Había una aldea en el lindero del bosque y ella había averiguado que allí podía comprar fósforos a medio penique y después venderlos por la calle a un penique. Si vendía suficientes fósforos, podía comprarse un mendrugo de pan, regresar a su cobertizo del bosque y dormir vestida con toda la ropa que tenía.
Vino el invierno y hacía mucho frío. La niña no tenía zapatos y su abrigo era tan fino que parecía transparente. Sus pies ya habían rebasado el color azul y se habían vuelto de color blanco, lo mismo que los dedos de las manos y la punta de la nariz.
La niña vagaba por las calles y preguntaba a los desconocidos si por favor le querían comprar cerillas. Pero nadie se detenía ni le prestaba la menor atención.
Por consiguiente, una noche se sentó diciendo: "Tengo cerillas, puedo encender fuego y calentarme." Pero no tenía leña. Aun así, decidió encender las cerillas.
Mientras permanecía allí sentada con las piernas estiradas, encendió el primer fósforo. Al hacerlo, tuvo la sensación de que la nieve y el frío desaparecían por completo. En lugar de los remolinos de nieve, la niña vio una preciosa estancia con una gran estufa verde de cerámica y una puerta de hierro adornada. La estufa irradiaba tanto calor que el aire parecía ondularse. La niña se acurrucó junto a la estufa y se sintió de maravilla.
Pero, de repente, la estufa se apagó y la niña se encontró de nuevo sentada en medio de la nieve. Temblaba tanto que los huesos de la cara le crujían. Entonces encendió la segunda cerilla y la luz se derramó sobre el muro del edificio junto al cual estaba sentada, y ella lo pudo atravesar con la mirada. En la habitación del otro lado de la pared había una mesa cubierta con un mantel más blanco que la nieve y sobre la mesa había platos de porcelana de purísimo color blanco y en una fuente había un pato recién guisado, pero justo cuando ella estaba alargando la mano hacia aquellos manjares, la visión se esfumó.
La niña se encontró de nuevo en la nieve. Pero ahora las rodillas y los labios ya no le dolían. Ahora el frío le escocía y se estaba abriendo camino por sus brazos y su tronco, por lo que ella decidió encender la tercera cerilla.
A la luz de la tercera cerilla vio un precioso árbol de Navidad, bellamente adornado con velas blancas, cintas de encaje y hermosos objetos de cristal y miles y miles de puntitos de luz que ella no podía distinguir con claridad.
Y entonces contempló el tronco de aquel gigantesco árbol que subía cada vez más alto y se extendía hacia el techo hasta que se convirtió en las estrellas del firmamento sobre su cabeza y, de pronto, una fulgurante estrella cruzó el cielo y ella recordó que su madre le había dicho que, cuando moría un alma, caía una estrella.
Como llovida del cielo se le apareció su amable y cariñosa abuela y ella se llenó de alegría al verla. La abuela tomó su delantal y la rodeó con él, la estrechó con fuerza contra sí y ella se puso muy contenta.
Pero poco después la abuela empezó a esfumarse. Y la niña fue encendiendo un fósforo tras otro para conservar a su abuela a su lado, un fósforo y otro y otro para no perder a su abuela hasta que, al final, la niña y su abuela ascendieron juntas al cielo, donde no hacía frío y no se pasaba hambre ni se sufría dolor. Y, a la mañana siguiente, encontraron a la niña muerta, inmóvil entre las casas.
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