martes, 18 de junio de 2019

Desvarío



Miranda contempló la mesa llena de billetes y se sintió satisfecha. Había suficiente para cancelar las deudas pendientes: alquiler, prestamos, tarjetas de crédito, servicios e internet. Un grupo de billetes estaba destinado a comprar todo lo que necesitaba para vivir bien, recuperar su salud y volver a trabajar.

Durante más de seis meses, los números rojos se habían multiplicado rápidamente. Aunque a través de libros y meditaciones había aprendido a respirar, no desesperar y estar alegre a pesar de todo; el servicio de energía había sido interrumpido hacía una semana y los cobradores acechaban prolijamente cada día.



Miranda decidió primero comprar alimentos cerca de donde vivía. Estaba muy débil como para viajar al centro de la ciudad en colectivo y luego recorrer y esperar en diferentes oficinas para pagar las deudas.

Cuando intentó comprar en el almacen del barrio, el hombre la miró, se rió burlón y le dijo: “ Buen chiste, pero para comprar aquí traiga pesos argentinos.”

La señora de la panadería, la miró con ternura, le tomó las manos y le preguntó: “¿Se siente bien?” Miranda respondió que sí. La mujer puso seis tortitas recién horneadas en una bolsa, le sirvió una porción de mil hojas, de esa que a Miranda tanto le gustaba y la despidió con un “Cuídese”.

En la verdulería, la amabilidad de siempre: la verdulera le entregó la bolsa con frutas y verduras con una sonrisa y le dijo “Después me lo paga, no recibo plata extranjera.”




Fue el propietario del departamento que alquilaba quien la miró detenidamente. Desde sus ojos empañados, miraba a esa mujer que había iluminado sus días en talleres de literatura. Ahora se veía enferma y cansada, el pelo desprolijo, los ojos encerrados en profundos círculos negros.

Puso sus manos sobre las de ella y le preguntó con ternura:
– ¿Necesitas que llame a alguien?
– Nadie puede ayudarme.-- dijo ella con firmeza.
– ¡Qué bonitos billetes, Miranda!
– Los pinté yo, la última semana. Cuando pedí ayuda, sólo llegaron libros, cursos y fórmulas de Prosperidad. Todos me decían que tenía que buscar la abundancia dentro de mí. El último libro que leí, decía que si uno dibuja los billetes con el valor de sus cuentas, las deudas se cancelan completamente. Por eso puse toda mi energía y los pinté con toda la abundancia que vive dentro de mí.
– No puedo recibirlos-- dijo él-- eso no paga mis cuentas, ni las tuyas. No te preocupes, te espero unos días más.




Miranda salió avergonzada, con el puñado de billetes lustrosos, arrugados contra su pecho. Soplaba un viento frío y los dejó ir.

Buscó todos sus libros que nadie compraba e hizo una hoguera sobre la cocina, dentro de una olla. Con un martillo, destruyó el disco externo donde guardaba todos sus archivos. Si nadie disfrutaba su prosa o poesía en vida, nadie publicaría su obra post mortem.

Quiso quemar también sus mazos de tarot, pero no pudo. Los guardó en su bolso de mano junto con un pequeño frasco de pastillas. Esa mezcla perfectamente calculada sería su salvoconducto para evitar morir sus días como un vegetal, en el rincón de una casa familiar, o bajo el cobijo de jeringas en un hospital psiquiátrico.

Tomó una ducha de agua caliente, empacó lo que cabía en su valija de viaje, enrolló dos frazadas de polar y las acomodó con las manijas de la maleta.

Pasó por la casa del dueño del departamento, le entregó las llaves, pidió disculpas y luego sentenció: “No tengo cómo pagar lo que debo, puedes disponer de los muebles y electrodomésticos que quedan.”

Él quiso retenerla por el brazo, comenzó a decir algo, pero ella ya no podía escuchar.

Comenzó a caminar mientras rezaba para que Dios tuviera por fin, misericordia de sus penas.

Nadie hizo preguntas cuando pasó dos noches en un banco de la terminal de ómnibus. Guardaba aún ese porte elegante que hacía que muchos creyeran que vivía una vida fantástica.

Mientras buscaba, en la mañana, una manzana y el pequeño frasco dentro de su bolso de mano, uno de los mazos de cartas, se cayó al piso.

Unas manos que parecían salidas de una publicidad de salón de belleza, las recogieron y las pusieron sobre su falda.
--¿Me leerías las cartas, por favor?
Levantó la vista para econtrarse con una mujer joven rodeada de varias valijas de colores brillantes.

Después de la lectura, la mujer puso un fajo de billetes en el bolso de Miranda y la despidió con un beso en cada mejilla.

En la boletería, Miranda pidió un pasaje en coche cama, hasta donde alcanzaba el dinero que había recibido.
--¿Usted quiere viajar hasta la Ciudad del Fin del Mundo?
– Allí, voy.-- Dijo Miranda.

Desde la ventanilla, miró con nostalgia, la última ciudad conocida y se dispuso a dormir cómodamente durante los tres días que duraba el viaje.

Soledad Lorena@
18 de junio de 2019
Tejedora de Palabras
Susannah Lorenzo
Tejedora de Puentes
Derechos Reservados


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