Cada desayuno al amanecer, cada momento en una estación de servicio disfrutando el olor a combustible y el ir y venir de camiones, cada nueva partida, cada ruta por descubrir prometía una aventura diferente. Sin embargo, al llegar, una nueva rutina se instalaba, un paredón que nos aislaba de cualquier ser extraño porque todo lo desconocido y diferente era un peligro inminente. No hubo nunca ni telas de colores, ni fogatas a deshora, ni cuentos mágicos, ni danzas ancestrales. Parecía yo una gitanilla nacida en una tribu de nómades urbanos, ateos de toda religión y arte.
Demasiados desconocidos y ningún lazo. Demasiadas casas y ningún hogar. Demasiados sueños y ninguna risa. Demasiados poemas que ocultar. Demasiados dibujos que anunciaban que lo divergente se condena.
Ni siquiera la ciudad natal nos reconoce como propios, somos forasteros en cada sitio que intentamos dibujar una raíz. Lo peor, quizá, fue creer que después de algún aeropuerto, alguna terminal, encontraríamos tal vez, un retazo de cielo, una aldaba latente, un correo inaugurando un destino certero.
Sin embargo, seguimos caminando, andado y recorriendo, vagando como cuando niña, con los sueños gastados, la esperanza marchita y las manos cansadas de dibujar mapas que el viento nos arranca.
Del otro lado del alambre, un par de camisas blancas nos esperan deseosos de hacer un último intento de volvernos cuerdos y normales.
Del otro lado del vidrio, tantos insensibles que no comprenden siquiera el sufrir de un corazón desnudo.
De este lado, los despojos, las maletas, los nombres que nadie pronuncia, las lenguas que nadie comprende.