La Aventura de Sentir
Aquellos que disfrutan de las actividades al aire libre enmarcadas en la majestuosidad de la montañas, sabrán de qué estoy hablando. Estar de pie, en algún sendero de frente a una montaña imponente o a un cerro que nos seduce con sus formas y su desafío. Sentimos la necesidad de escalarlo, de recorrer sus laderas y llegar a la cima, porque sabemos, que desde allí la visión es distinta, sabemos que en la cima de las montañas la vida es vida y la energía fluye libremente sin contaminación de pensamientos, egoísmos o ruidos mundanos. Sentarnos sobre una roca, allí donde el silencio es una voz profunda del universo, nos permite comprender nuestra verdadera dimensión, nuestra relación con el cosmos, y nos obliga a enfrentarnos con nosotros mismos sin caretas ni corazas.
Para otros puede ser la aventura de bucear lo profundo del océano, o hacer rafting por un río caudaloso e indomable; algunos no pueden resistir la tentación de lanzarse en paracaídas, y así un sin fin de actividades relacionadas todas ellas con el desafío a la naturaleza, con el desafío a nuestras capacidades, con la necesidad de demostrar que somos capaces… O quizá por la necesidad de que la adrenalina que esas situaciones extremas nos causan, nos haga sentir plenamente vivos.
Sin embargo, cuando de relaciones humanas se trata, pretendemos que el curso de esas relaciones sea un paseo tranquilo y sereno por colinas apenas redondeadas, por mesetas interminables que no nos ofrezcan precipicios ni acantilados, por caminos señalizados y perfectamente ordenados en un mapa de rutas que no nos sorprenda. Curiosamente, nos asustan las relaciones que nos desafían, que implican un arduo trabajo, constancia, entrenamiento, aprendizaje, esfuerzo, decepciones, contratiempos y tormentas que en mucho se parecen a las avalanchas de una montaña nevada.
Suponemos entonces que una relación que sufre altibajos y crisis, una relación que demanda siempre un paso esforzado cuesta arriba, una relación que requiere más empeño que satisfacción al corto plazo; suponemos que esa relación es nociva y altera nuestro más preciado equilibrio. Entonces me pregunto, ¿dónde quedó la sed de aventura? ¿la necesidad de sentir altos niveles de adrenalina que nos recuerden estar vivos? ¿donde quedó el deseo de superarnos y demostrar que somos capaces de vencernos y vencer los escollos en nuestro camino?
En verdad, podría compararse una relación afectiva profunda y consciente, con un deporte extremo. Quien practica un deporte extremo, disfruta sorteando las dificultades, se siente satisfecho con ser capaz de superar la crisis que se le presenta y sólo descansa, como un buen guerrero, cuando ha logrado llegar a la cima. Mas, sabe que una vez que llegue a la cima y deje su estandarte como símbolo de su hazaña, deberá volver a bajar por la ladera, para buscar otro sendero, otro monte que escalar, otra cima donde sentarse a contemplar su paisaje interior, otra cima, otra escalada que le permite un nuevo aprendizaje.
Cuando ya nada tengas que aprender, cuando no tengas escollos que sortear, cuando la aventura de vivir no demande tu esfuerzo y tu empeño, tu sacrificio, tu entrega y tu servicio; será porque cada partícula en ti, cada cuerpo, cada centro, es tan sutil y tu alma ha logrado desenvolverse a través del aprendizaje profundo de tu persona, de tu vehículo; que no volverás a expresar tu esencia a través de la formas. Serás una luz en la luz, un suspiro en el aliento divino, una gota de rocío, una penacho de nube, un aletear de alas, una conciencia superior guiando a los caminantes y guerreros que aún batallan con su personalidad.
Ser un buen alpinista, ser paracaidista o buzo o recorrer el mundo en bicicleta, es algo fácil, aunque no parezca. Una buena dosis de coraje, de esfuerzo, de fe, de entrenamiento, de confianza, de aprendizaje, de audacia, de aceptación y adaptabilidad a todas las variables que la naturaleza puede ofrecer a lo largo del camino.
Relacionarse bien con el otro, es más que ser un alpinista, porque significa un conocimiento profundo de nosotros mismos, de nuestras debilidades y fortalezas, de nuestras oscuridades y luminosidades; un compromiso con el aprendizaje constante, una aceptación de que la verdadera calma nunca llega fuera de nosotros. La verdadera calma llega cuando aprendemos a mantenernos equilibrados y centrados en nuestra luz, a pesar de lo escarpado del camino, a pesar de rodar una y otra vez cuesta abajo demorando nuestro ascenso. Respiramos profundo cuando llegamos a la cima y comprendemos que hemos alcanzado el inicio de un nuevo camino.
Identificarse con la crisis, permanecer en ella, acobardarnos ante cada escollo es una muestra de nuestra incapacidad para aceptar que estamos en un camino de crecimiento espiritual. Un camino que cada uno de nosotros eligió y que significa responsabilidad y conciencia respecto al camino.
Bienaventurados aquellos alpinistas de la vida que escalan montañas imponentes de la mano de sus seres amados, bienaventurados quienes vuelven a levantarse después de cada caída y no toman el camino cuesta abajo, bienaventurados los que saben que el valor de cada estrella se mide con la distancia que debemos recorrer para alcanzarla.
Soledad Lorena
Octubre 2002